Los pies del árabe

El árabe era un tipo alto, más que los dos seguratas que lo custodiaban de cerca.
Los tres contemplaban desde la vereda la playa y el mar.
Protegían sus miradas con anteojos oscuros, era imposible descubrir hacia donde dirigían sus objetivos.
Ellos sí eran el objetivo que observaban sin disimulo los transeúntes, los vendedores de coco verde, los chicos que pasaban con sus tablas rumbo al mar y por supuesto todos los runners que habitualmente transitan la vereda de Ipanema, allí casi en frente del posto 8.
El viento convertía a la túnica del árabe en una nube blanca que lo envolvía.
En un momento una ráfaga la levantó más arriba de los tobillos descubriendo sus pies y sus piernas desnudas.
Me llamó la atención, no llevaba pantalones, por lo menos no largos, formales, como es la costumbre de los empresarios y funcionarios oficiales por lo menos en el extranjero: tal vez los llevara cortos, o solo calzones, o nada.
Ese hombretón de barba renegrida, dedos enjoyados con anillos y hebillas doradas en las sandalias que adornaban sus pies, quizás ocultaba bajo su faldón de algodón egipcio, de vaya a saber cuantos hilos, unas columnas musculosas y velludas coronadas por una verga potente y unos testículos de toro como para contentar a su harem.
De pronto a uno de los guardaespaldas le sonó una alarma, consultó su reloj, alertó al árabe y enseguida los tres cruzaron la Vieira Souto y se metieron en el Fasano; el árabe siempre unos pasos adelante y a cada uno de sus costados sus hombres de negro.

Sin darme cuenta los detalles de la escena me trajeron recuerdos y me había calentado, se notaba demasiado el bulto de mi sunga; tuve que apurarme por llegar hasta la roca y zambullirme en el agua fría de Arpoador.

Recordé a otro árabe, a mi árabe, el único auténtico que traté, el que hace unos pocos años revolviendo una mesa de novelas, en la librería da Travessa del shopping Leblon, me preguntó en un portugués bastante claro por un libro de Agualusa, «As mulheres do meu pai».
Seguramente fue una excusa sutil para comenzar una conversación guiado por el instinto o por saber interpretar algunas miradas que pasan desapercibidas a quien no está atento.
El caso es que café mediante terminamos de poner nuestras cartas sobre la mesa.
Mi árabe era un tipo que condimentaba su encanto de macho con un toque siniestro.
Me hubiera gustado verlo cubierto con una túnica blanca, pero vestía muy formal y occidental.
Acompañaba como intérprete de un grupo de empresarios saudíes con negocios en São Paulo, de paso un par de días por Rio para turistear.
En la habitación de un hotel nos quedamos solos, me pidió que lo descalce, con gusto me arrodille para quitarle los zapatos y las medias.
Cuando tuve en mis manos a sus pies desnudos, sin ocultar la excitación que su perfección me causaba, me atreví a darles a cada uno un beso ligero y me ofrecí a relajarlos con un masaje.
Me dejó adorarlos pero después no permitió que le acaricie las nalgas, ni que le bese la cara, ni hablar acercarme a su boca; no me importó porque poseía una verga admirable, no solo por su tamaño y su curvatura perfecta sino también por la rigidez y la constante supuración de jugos lubricantes que hacían soportable el ritmo acelerado y constante de sus penetraciones hasta alcanzar el extraño nirvana anal donde deja de importar cualquier otra cosa.
Me trató con un desprecio que no podía disimular la atracción y la excitación de lo mucho que usarme le calentaba.
Necesitamos dos polvos para calmarnos un poco, así y todo, con las pijas todavía rígidas, me arrastró de la cama para tirarme sobre la alfombra y aplastarme la cara y la verga con sus bellísimos pies.
Nos despedimos sin protocolos y si te he visto no me acuerdo.
Desde entonces siempre comparo los pies de mis amantes con los de aquel árabe, el único importado de Arabia que me cogió y pisó tan bien.

https://elsitiodeovejanegra.blogspot.com/