Nueve polvos salvajes

Nueve polvos.
En la cara cinco leches, adentro del culo cuatro leches, una de esas ordeñada a pelo.
Para completar los números contar a cuatro vergas, dos normales, una grande y otra enorme que dolía y yo, puto hambriento que aceptó la invitación a un banquete.

De los machos dos eran blancos; un colorado de treinta años, flaco, piernas y brazos largos, grandes manos castigadoras que se dieron el gusto azotándome las nalgas; otro maduro, pelo canoso que le encantaba chupar pijas, las probó a todas, hasta mamó la mía encerrada en su jaula.
Otros dos machos, negros, jóvenes, musculosos, encendidos como brasas, solo me querían culear y repetir las culeadas.

El colorado no paró de vapulearme las ancas con sus manazas mientras los otros me daban de mamar; era bueno en eso, me encendía tanto que hasta me acomodaba para que me diera mejor.
El negro del pijón me culeo una sola vez por suerte; su carajo era demasiado grande, me dolía mucho por más que él se moviera poco; era un tipo forzudo prendido a mi espalda como una lapa, me tenía enganchado de atrás, apretándome las tetas y trenzando mis piernas con las suyas mientras me abría y me llenaba al límite; yo no veía la hora que acabara pero él estaba cómodo en mis tripas hasta que no aguantó más y terminó sacándola, para con un final de paja salpicarme el pecho la cara y los contornos con un estallido de bengala láctea que todos festejaron.

El otro negro tenía la verga grande pero soportable; él y el canoso sabían coger como más me gusta, movían la pelvis como bailarines mientra me abrazaban. El maduro además me susurraba insultos mordiendo las palabras; las dos veces que acabó temblando lo hizo adentro para después vaciar los condones en mi pecho y acariciarme los pezones enlechados.

El negro buen culeador era el dueño de casa, el que había organizado ese encuentro al que supo sacarle el jugo. Él acabó tres veces, la primera vez me bañó de crema la cara mientras yo se la chupaba, la segunda y la tercera lo hizo adentro; fue el primero en culearme iniciando la jodienda y también fue el que la terminó.

La tercer culeada de este negro me volvió loco. Todos los otros se habían ido, yo estaba hecho un desastre y le pedí permiso para bañarme. Se metió conmigo a la ducha, me empujó contra la pared con la cara aplastada y enjabonado y de parado me la clavó con un solo movimiento; protesté no solo porque me ardía el ojete, sino además porque no se había puesto un condón.
No se cansaba de cogerme con su ritmo de caderas endiabladas. A pesar de mi molestia y mis protestas me calentaba tanto que le respondí portándome como una puta dulce.

Terminado el juego con los otros donde había resignado toda virilidad para complacerlos, estando solos los dos, con los cuerpos sudados, tan húmedos como ese cuarto caldeado por la lluvia caliente, cogiendo tirados sobre el piso de mosaicos, enganchados como un solo bicho estremecido, me sentí tan suyo que quería transformarme en una hembra merecedora ese macho.

Yo todavía no había acabado, por más que esa noche estuve a punto de hacerlo varias veces. La intimidad del momento creó en mí la chispa que desató la ola del placer de anal que conocemos algunos putos y creció tanto que no había quien lo frenara.
Le mordí el hombro al macho y escupí la leche de mi orgasmo por la ranura de la jaula; a los pocos segundos el hijo de puta me respondió con un grito de victoria y me llenó el recto con sus espasmos de leche.

Mi negro me levantó las patas para prenderse a mi ojete con la boca; lo succionó hasta vaciarme de su descarga y después mezclada con su saliva la escupió sobre mis labios entreabiertos.
Quedé sin fuerzas, como un títere con los hilos cortados, no podía levantarme; él se puso de pie todavía erecto, se distanció un poco; lo vi apuntarme con la pija lista.
Con gesto de conquistador se disponía a marcarme con sus meos.

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Autor: Oveja negra

Peca y no te arrepientas. Todo es efímero.

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